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5. La Inmaculada y Valencia

J. Antonio Doménech Corral

Hoy, cuando desde el poder gubernamental y mediático se pretende ahogar la manifestación pública del sentimiento religioso-católico en la sociedad española, la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen nos trae el ejemplo de otra época pasada en que sucedía lo contrario, porque este sentimiento formaba parte del interés y preocupación de la vida diaria, empezando por la misma monarquía. Una ciudad española era ejemplo de ello.

Resulta emotivo asomarse al alma de Valencia y observar su fervorosa devoción por la Virgen María en todas las épocas de la historia. Hoy es bajo la advocación de Madre de Dios de los Desamparados, su patrona. Pero anteriormente lo fue con la misma intensidad en la defensa de su Inmaculada Concepción, anticipándose en siglos a la proclamación de este privilegio mariano por el Papa Pío IX hace 150 años.

Abundan los testimonios. En 1300, el obispo valenciano, San Pedro Pascual, escribió un catecismo afirmando que “a María volgué-la preservar del pecat original Déu”. En 1474, nuestro canónigo Mosén Fenollar, en sus “Trobes en lohor de la Verge María”, le dedicaba el verso: “Del prim crim vos ha fecta lliure l’eternal Déu”. En 1497, Sor Isabel de Villena, abadesa del Real Monasterio de la Trinidad, comentando el anuncio del ángel a Ana, madre de la Virgen, anotaba en su libro “Vita Christi”: “Déu vol que concebau una filla tan singular, que peccat original, venial ni mortal en ella jamés será trobat”. En 1530, el humanista Agnesio: “El Señor la guardó para que el enemigo no la tocase”. En 1532, un certamen poético recogía los poemas a la Virgen con el título: “Obres en llaor de la Purísima Concepció”; siendo nuestra Universidad la primera de España y cuarta del mundo en firmar el “voto de sangre” para defender esta doctrina. Y en 1569, el Patriarca San Juan de Ribera, por encargo de Felipe II, componía una letanía a la Virgen implorando la victoria naval de la “Armada Invencible” con la petición: “Por tu Inmaculada Concepción, te lo rogamos, Señora”.

Sin embargo, también abundaron los que defendían lo contrario. Que la Virgen tenía la mancha (mácula) del pecado original. Unos y otros, los “maculistas” y los “inmaculistas”, se enzarzaron en una continua gresca, al principio en los “estudis” y después en la calle, agravado el problema porque a cada bando le respaldaba una prestigiosa orden religiosa. Los dominicos a los maculistas, partidarios del pecado original en la Virgen. Los franciscanos a los inmaculistas. Hasta el mismo arzobispo de Valencia Isidoro Aliaga (1568-1648), dominico maculista, fue amenazado de muerte por el Conde de Buñol, inmaculista acérrimo, porque el 8 de diciembre se ausentó de Valencia para no tener que presidir la procesión de la Purísima ordenada por el Papa Sixto IV. En represalia, el Conde prolongó la duración de la fiesta ¡hasta 2 meses!, disponiendo la procesión para el último día y obligar al arzobispo a no regresar.

En menor escala que en Valencia, ese era el ambiente religioso que dominaba a la sociedad española entre los siglos XVII-XVIII. Y los reyes, interesados en poner fin a esta discordia, presionaban a los Papas para que proclamaran el dogma inmaculista. Felipe III al Papa Clemente VIII en 1616, Felipe V a Clemente XII en 1713 y Carlos III a Clemente XIII en 1760. Pero sin éxito; aunque Carlos III consiguió una bula proclamando a la Inmaculada patrona de los reinos de España, que le habían solicitado las Cortes. Finalmente, tal día como hoy de 1854, se dio el ansiado dogma cuando ya la monarquía española había dejado de insistir. Y con ella Valencia recuperó la paz en las iglesias, en las aulas y sobre todo en la calle. Porque ya nadie podía opinar lo contrario.

Guarda el Archivo del Real Colegio Seminario de Corpus Christi, fundado por el Patriarca y arzobispo de Valencia de nuestro Siglo de Oro, San Juan de Ribera, un curioso memorandum compuesto por el abogado del Consejo Real, don Bernardino de Cuellar Xaraua y Medrano, dedicado al rey con el título: “La verdad desnuda sin afeites, consagrada a la princesa de los cielos, en manos del Rey nuestro Señor Don Phelipe IIII el Grande” o, como después subtitula, “Aviso para todos acerca de la pura Concepción de nuestra Señora”. Recoge en seis folios las normas de conducta, en bien de la paz, a seguir por inmaculistas y maculista. Un reflejo de la tensión con que la sociedad vivía entonces las cuestiones religiosas.

 
 

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