Valor de una vida
Mikel Agirregabiria Agirre
Sabemos el precio de todo y el valor de nada.
Vivimos en un
momento histórico tan mercantilizado que desde muy pequeños nos enseñan a
cuantificar en dinero el importe de casi todo. Parece que todo se pudiese
comprar, alquilar o vender. “El precio justo” no ha enseñado a tasar
mercancías y servicios, pero los noticiarios nos informan y demuestran
que, desgraciadamente, también se pueden adquirir con dinero valores,
principios, órganos o personas.
Había una
antigua estimación que aseguraba que el cuerpo humano, por las materias
químicas que lo componen, apenas valía 98 centavos de dólar.
Posteriormente, a la luz de la posibilidad de fusión de la materia para
producir energía eléctrica, la empresa Du Pont afirmó que con la masa de
un ser humano medio se podría producir más de 85.000 millones de dólares,
en kilovatios-hora facturados a precio de mercado según la ecuación de
Einstein E=mc2.
Lo cierto es
que el valor de una vida humana ha sido muy variable, en función de
factores tan arbitrarios como la época histórica, el continente, la
nacionalidad, el sexo o la edad,… Hace apenas 60 años, en Europa los nazis
convertían a un ser humano, proscrito por ser judío, gitano u homosexual,
en productos de utilidad para el Reich: se comercializaba su grasa para
elaborar jabón, sus huesos para fabricar fertilizantes, sus cabellos para
la industria textil... Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de
cabello a una fábrica de fieltro, que pagó por ellas 30.000 marcos.
La esclavitud
fue abolida, pero pervive todavía hoy día, en nuestra misma civilizada
sociedad la creciente trata de personas, impunemente por “razones
macroeconómicas de globalización” que justifican el trabajo infantil o
para la omnipresente explotación sexual. Y se han amplificado las
migraciones impulsadas por el subdesarrollo y la miseria, enmascaradas por
necesidades del mercado laboral o simples motivos de servidumbre
doméstica. Éxodos desatados por intereses financieros y, al tiempo,
combatidos con pretextos de delincuencia congénita; destierros masivos
donde la vida de los afectados no vale casi nada.
Incluso los
tribunales o las compañías de seguros establecen cuantías muy variables
para compensar la muerte en accidente de dos personas similares, solamente
por el hecho de que uno sea un ejecutivo y el otro un vagabundo, o porque
uno sea un adulto y otro un anciano o un niño. No valen lo mismo un
soldado norteamericano o uno iraquí, o dos civiles de ambos países, ni se
toma la Humanidad el mismo cuidado en su educación y ni siquiera en su
sepelio. Por no citar la aberración que representa la proliferación de los
abortos provocados, aunque se respete y se compadezca profundamente a
quienes lo practican.
Todos creemos
en el valor infinito de cada vida humana. Para muchos, las personas fuimos
creadas a imagen y semejanza de Dios. Pero, ya sea porque existe un Ser
Supremo o porque existen otros seres humanos, lo ineludible es que todos
nos debemos al cuidado de nosotros mismos y de los demás. Los dos primeros
artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos lo condensan
admirablemente en dos frases dignas de ser aprendidas de memoria: “Todos
los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados
como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los
unos con los otros. Toda persona tiene todos los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color,
sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole,
origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra
condición”. Ojalá que algún día se cumplan en toda su extensión tan
excelsos deseos.
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