El tren de la vida
Mikel Agirregabiria Agirre
Todos vamos en el mismo convoy.
El 11M será recordado como la
masacre de los trenes de la muerte. Nos urge una terapia colectiva que
anule los perversos efectos de la violencia. Necesitamos una imagen que se
superponga a los fotogramas del horror, no para olvidar pero sí para
continuar con nuestra convivencia.
Busquemos la metáfora del “Tren
de la vida”. Así se tituló una memorable película de Mihaileanu que narra
las desventuras de los habitantes de una aldea judía centroeuropea, que,
ante la proximidad de los nazis en 1941, deciden fabricar un tren similar
a los utilizados por los alemanes... y autodeportarse. Pero no hacia un
campo de concentración, sino primero a Rusia para llegar finalmente a
Palestina. Algunos de los judíos se disfrazan como soldados y oficiales de
las SS, adoptando sus modos hasta el punto de articularse una extraña
comedia sobre la apocalíptica tragedia del Holocausto.
La mejor alegoría la existencia
quizá sea la que compara la vida con un viaje en tren. Una aventura llena
de embarques felices y desembarques dolorosos, con infortunios luctuosos y
también con algunas sorpresas agradables en el camino. Cuando nacemos y
subimos al tren, generalmente nos encontramos en un vagón con dos personas
queridas que nos explicarán el sentido del camino: nuestros padres, que no
siempre estarán con nosotros en este periplo. Lamentablemente, ellos se
bajarán en alguna estación antes que nosotros para no volver a subir más,
dejándonos huérfanos de su cariño irreemplazable. Pero nuestro viaje vital
proseguirá; conoceremos otras interesantes personas durante la travesía,
hermanos entrañables, amigos cordiales y amores maravillosos. Muchos de
ellos sólo realizarán un corto paseo con nosotros, otros estarán siempre a
nuestro lado compartiendo alegrías y tristezas, hasta que seamos nosotros
quienes nos apeemos del tren.
En este tren también viajaran
personas amables que deambularán de vagón en vagón para socorrer a quien
lo necesite. Otros, quizá sean molestos acompañantes de viaje, que se
aburran o molesten a los demás, pero ellos serán quienes peor travesía se
lleven. Veremos subir a bordo a muchos en el tren, y otros muchos
descenderán, dejándonos todos recuerdos imborrables. Algunos pasajeros a
quienes más queramos quizá deban sentarse en otros vagones alejados. El
viaje lo haremos juntos, pero separados de ellos, aunque tal vez podamos
acercarnos a ellos en alguna oportunidad venciendo las dificultades.
El viaje estará lleno de
esperas, llegadas, despedidas y partidas. Pletórico de sueños, fantasías,
gozos y pesares. Sabemos que este tren sólo realiza un viaje, el de ida, y
que jamás retorna hacia el pasado. Tratemos, entonces, de viajar de la
mejor manera posible, intentando relacionarnos bien con todos los
pasajeros, buscando en cada uno lo que tengan de mejor, recordando siempre
que necesitaremos nuestro mutuo apoyo en algún momento del viaje.
Dentro del convoy se desarrolla
el drama de la humanidad. Gente de toda raza, que conversa o calla, que
trabaja o dormita, que colabora o discute, que nace o muere. Gente que ama
u odia, que acepta o reniega, incluso contra el mismo viaje. El tren
circula impasible, transporta gentil y pacientemente a todos, sin
distinguir entre amargados o comprometidos. Nadie puede evadirse, sólo se
vive dentro del tren, donde podríamos ejercer plenamente la libertad y la
fraternidad. Elijamos entre disfrutar o padecer colectivamente el
tránsito, porque de cualquier modo el convoy seguirá avanzando raudo hacia
nuestra definitiva parada.
El gran misterio de este veloz
tren de la vida es que no sabemos en qué estación descenderemos: 2004,
2005,... En cada jornada se suben y bajan personas. ¿Quién subirá hoy?
¿Quién bajará? Cuando llegue nuestra parada, allí acabará el viaje para
cada uno de nosotros. Confiemos que todos nos reunamos en una gran
estación central algún día para reencontrarnos. Que esta parábola nos
ayude a mejorar nuestra concordia en este efímero viaje, juntos todos en
el único tren de la vida.
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