Dos torres y un sobresalto
(dos culturas y una civilización)
Pablo C. Jiménez Lobeira
Sólo a partir de la familia, núcleo de la sociedad, puede operarse un
cambio sustancial y verdadero para que nuestra civilización pase de la
cultura de la muerte a otra de la generosidad, de la esperanza y de la vida.
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- Para quienes gustamos de la filosofía se plantea con
frecuencia -especialmente ante sucesos como los que acaban de ocurrir-
una pregunta de espontánea formulación y de incómoda respuesta:
¿para qué sirve? La física explica qué velocidad llevaban los
aviones al momento de sus impactos con las Torres Gemelas y gracias a
qué juego de fuerzas rebasaron la resistencia de los materiales en
ambos edificios; la economía calcula el costo del desastre y las
repercusiones inmediatas y de mediano plazo en los mercados
financieros a raíz del evento; la política señala cómo se colorea
el panorama de las relaciones de poder a nivel internacional en el
conflicto. ¿Y la filosofía? En el contexto práctico no sirve para
nada. La descripción de los hechos hasta cierto punto se agota ahí.
Sin embargo, cuando nuestra atención pasa del qué sucedió al qué
significa, qué causa y qué sentido tiene el evento, qué revela
acerca de la naturaleza de la historia, de la política, de la
economía y, sobre todo, del hombre, quien a final de cuentas es el
“elemento” más importante en el análisis de los acontecimientos,
entonces la filosofía sí nos arroja luz abundante. Bajo esa
perspectiva quisiera compartir con el lector tres reflexiones que me
brotan en torno a los actos terroristas del 11 de septiembre.
- Primera. ¿En qué cifra su seguridad nuestra civilización actual?
- En casi todo Occidente la gente se despertaba como cualquier otro
día. Oriente terminaba su jornada y se disponía a descansar. De
pronto contemplamos estupefactos unas escenas hollywoodescas pero a
horas y en programas “de verdad”. Ni en la película Pearl Harbor
supimos de tantas muertes. ¿Cómo reaccionó la gente? Con pánico,
con un sentimiento de ira e impotencia, con desánimo, con
nerviosismo. Los norteamericanos no sabían dónde esconderse. La
fuerza militar que “patrulla” el orden del mundo vio burladas sus
instalaciones más estratégicas. El “Mr. President” todopoderoso
de las películas se refugió dentro de un avión. Las bolsas de
valores de las economías más pujantes del planeta iniciaron un
descenso vertiginoso que tuvo que disimularse mediante la suspensión
de actividades. Por más de una mente cruzaron imágenes de una guerra
mundial inminente en las siguientes horas. En otras palabras, el
entero mundo se tambaleaba. Los hombres, hijos de la civilización de
hoy, saboreábamos el desconcierto. Explicados todos los detalles
técnicos, descritas todas las catástrofes físicas y sospechados
todos los posibles autores de la fechoría, más en el fondo, más
allá de lo puramente práctico, quedaba en nuestra alma una pregunta
profunda: ¿por qué?, ¿qué sentido tiene todo esto?, ¿hacia dónde
se dirige el planeta?, ¿qué dirección llevan nuestras vidas?,
¿cuáles son nuestros valores fundamentales? Según Pieper dos
experiencias sacuden al ser humano de sus ocupaciones cotidianas, de
su activismo locuaz, conduciéndolo a reflexionar profundamente: el
amor y la muerte. Fue por falta de la primera y por presencia de la
segunda que el orbe entero contuvo su aliento un instante, asombrado,
atolondrado, abrumado por una constatación: qué frágil es nuestra
seguridad.
- Segunda idea. ¿Qué tipo de cultura domina nuestra civilización
hoy?
- No cabe duda que pertenecemos a una civilización que cabalga entre
dos siglos (y dos milenios), dominada por ciertas naciones en la
escena política, desarrollada hasta un cierto punto en su crecimiento
económico (por lo menos si se mide en términos de producción),
delimitada bajo ciertas características en la distribución
geopolítica de los territorios, afectada en ciertos matices raciales,
ambientales y ecológicos. La civilización en ese sentido está dada.
Pero, ¿qué tipo de cultura somos? ¿Cómo podría caracterizarse
nuestra concepción de la vida, nuestra interpretación de la
historia, nuestra expresión artística, nuestro núcleo fundamental
de valores? ¿Quién es para nosotros el hombre?, ¿qué se ha vuelto?
Después de los recientes sucesos una cosa parece muy clara: nos hemos
fabricado -o, en todo caso, hemos permitido que de nosotros se
apodere- una cultura de odio, de venganza, de violencia, de
desesperación, de ofuscación horizontalista, de fanatismo
pseudoreligioso. Una cultura de la irracionalidad, del sinsentido y de
la nada. Una cultura infrahumana y deshumanizante, “egoizante” y
autodestructiva. La cultura de la muerte.
- Tercera reflexión. ¿Cuál dirección deberíamos tomar en
adelante?
- El hombre, hoy más que nunca, antes de volver a construir sus
torres, a blindar sus aviones, a saldar sus cuentas de crimen y a
remendar sus sistemas financieros, necesita respirar hondo, observarse
a sí mismo, reconocerse, preguntarse en qué se ha convertido y,
después, trazar otra vez los rasgos de la cultura que verdadera y
libremente anhela. Hay cosas que suceden y ante lo que sucede no cabe
más que describir, explicar el cómo es. Este es el papel de las
ciencias y la utilidad de las técnicas. La filosofía, ya desde los
clásicos como Aristóteles, navega en la teoría (siguiendo la
acepción original del vocablo), no por afán de escape sino en
respuesta a una necesidad irrecusable del espíritu humano: la
búsqueda del cómo debería ser. Estamos atiborrados por televisión,
prensa, radio, internet y hasta por la plática del vecino, de cómo
están pasando los acontecimientos. Pero, ¿pensamos, intuimos,
reflexionamos en cómo deberían desarrollarse? En el fondo todos lo
hacemos casi espontáneamente. Forma parte de nuestra naturaleza
humana. Y aquí comparto un punto de vista muy personal y lo lanzo, no
al conglomerado de ciencias, ni a la armazón interminable de
técnicas (por otro lado útiles para nuestra vida práctica), sino a
la comunidad de seres humanos que como yo observan, sienten y piensan.
A las personas que quisieran como alma de nuestra civilización actual
una cultura distinta a la de la muerte y que saben que el primer paso
para lograrla con acciones prácticas es concebirla en nuestra
inteligencia y gustarla en nuestro corazón a nivel teórico. Una
cultura de generosidad, de perdón, de búsqueda del bien integral de
las personas que tenemos enfrente. Una cultura de confianza, de
moderación virtuosa, de esperanza sosegadora. Una cultura del sentido
encontrado en la entrega, en la sublimación del genio creador del
hombre, en la amistad sincera. Una cultura de la alegría de saberse
partes de un todo común, del culto a la verdad, de la exaltación del
bien, de la admiración de la belleza cuya máxima expresión se halla
en la armonía interior del hombre y en el orden maravilloso del
universo. Una cultura de la vida.
- Concedo plenamente a quien califique de utópica la escena que
propongo en el párrafo anterior. Suena a John Lennon en su Imagine,
huele a cuento de hadas. Pero no quito el dedo del renglón. Más que
preguntarnos si puede lograrse, importa pensar si debe lograrse. El
cómo, queda para una reflexión ulterior. No obstante, a manera de
atisbo, sí quisiera señalar que el camino concreto, ese cómo, se
origina en la familia. La familia en cuanto escuela de aceptación
incondicional, de fidelidad, de convivencia pacífica, de perdón, de
respeto y cooperación, de aprendizaje vivencial de los valores más
esenciales del hombre. Sólo a partir de la familia, núcleo de la
sociedad, puede operarse un cambio sustancial y verdadero para que
nuestra civilización pase de la cultura de la muerte a otra de la
generosidad, de la esperanza y de la vida.
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