¿Estamos locos?

12 Apóstoles

¿Podemos hacer algo? O simplemente tenemos que dejarnos llevar por el dolor y la pesadez y resignarnos a seguir sufriendo. La respuesta es SI, PODEMOS.

Es probable que en alguna oportunidad (por no decir en muchas), quienes nos rodean piensen que estamos locos. Sí, sin duda, quienes hemos recibido la gracia de poder ver la vida con los dos ojos, muchas veces parecemos locos.
En nuestro país estamos viviendo tiempos de una dificultad irreconocible para la mayoría. Estamos comenzando a sufrir golpes que nunca habíamos sufrido, y lo que es peor, los estamos viviendo mayoritariamente así, sin experiencia, con desesperación, con un pesimismo patológico que nos conduce a un camino recto sin salida.
Al igual que en nuestras historias personales, los golpes siempre nos toman por sorpresa, las desgracias tienen sabor de cosa ajena y el dolor propio nos duele muchísimo más que el dolor de los demás. Así son las situaciones desgraciadas. No estamos preparados para afrontarlas porque irremediablemente cambian nuestros planes, modifican nuestro mundo y nos hacen vivir una nueva vida que nosotros no habíamos elegido; y un poco por aquí pasa parte de la solución: nosotros.
Mientras sufrimos en la desesperanza, contagiamos una sombra pegajosa como brea que impregna a cada persona que toma contacto con nosotros y somos a su vez, también nosotros somos embreados por quienes nos rodean. Un camino sin salida. Así no hay salida.
Ahora bien, llegan las preguntas clave: ¿es posible vivir esta situación de otro modo? ¿se pueden sobrellevar las cosas de forma diferente? ¿saldremos invictos de esta batalla haciéndonos los muertos, o lo que es peor, dejándonos morir?.
Cómo hacer para seguir. Cuánta dificultad y cuánto vacío.
¿Podemos hacer algo? O simplemente tenemos que dejarnos llevar por el dolor y la pesadez y resignarnos a seguir sufriendo. La respuesta es SI, PODEMOS. Podemos por lo pronto cada uno, desde lo particular, lo personal, lo íntimo. Podemos ser cada uno correctores de nuestro propio plan de vida, adecuándolo como buenos pilotos de tormenta a la nueva realidad que se nos presenta.
Y esta es buena, la figura del piloto de tormenta es buena. No tiene en sus manos modificar el clima, no sabe cuando durará la tempestad, no sabe si va o no a ser cada vez más fuerte, no conoce ciertamente si podrá llevar a puerto su barco o simplemente se hundirá en el intento, sin embargo, lejos, muy lejos de tirarse en su camarote a llorar y lamentarse, se coloca su traje y se aferra al timón poniendo de sí lo mejor que tiene, esforzándose hasta el mínimo detalle para que lo que está en sus manos salga bien; sólo lo que está en sus manos. Lo demás, aquello que no puede manejar, aquello que con sus acciones no puede modificar, todo eso que no depende de él lo deja en otras manos: algunos, en manos de la naturaleza, otros en manos del destino, y los que tenemos la dicha de reconocer a nuestro Padre, en manos de Dios.
Visto así parece muy simple. El piloto no tiene ninguna otra salida. A él le ha sido confiado el barco para eso. Él está preparado para eso, simplemente para eso, para pilotear. No puede vencer la tempestad, pero si puede navegar en ella. No puede calmar el viento, pero si evitar ser castigado más duramente. No puede hacer que el mar se calme, pero sí orientar la proa de su barco para que las olas le hagan el menor daño posible.
Todos y cada uno de nosotros, siguiendo este ejemplo, estamos llamados a ser pilotos de nuestro barco. A veces, el barco es muy pequeño y simplemente lleva un pasajero que es tripulante y piloto a la vez. Otras, compartimos la capitanía y dos pueden turnarse en el timón. Algunas también, el barco es inmenso y está lleno de personas a bordo. Pero siempre hay un barco, siempre un timón, siempre un rumbo, siempre un puerto.
Revisando la vida de quienes nos han hecho un lugar en el mundo, de nuestros mayores, encontraremos gran cantidad de tormentas. Revisando la nuestra propia, probablemente también. Dolor y sufrimiento pasado que posiblemente lo vivimos como gratuito y sin sentido, pero que sin embargo lo tiene. Nos enseña a pilotear tormentas.
Antes de volver a levantarnos en la negrura del pesimismo hagamos el ejercicio de poner cada cosa en su lugar: por un lado, las cosas que dependen de otros, aquellas que por más que queramos nosotros no podemos modificar, que ya están hechas así tal como son (el barco, la tripulación); por otro, aquellas que sí están en nuestras manos, esas que sí necesitan de todo nuestro esfuerzo, dedicación, capacidad y sacrificio (timonear bien, elegir el rumbo, arriar las velas, acomodar la carga); y por último, las grandes cosas que no dependen bajo ningún concepto de nosotros y que bajo ningún concepto podemos modificar (el viento, las olas, la tempestad). Planteado así, comencemos a repartir tareas. Las primeras, dejémoslas de lado ya que sin duda no están a nuestro alcance. Las segundas, las únicas a nuestro alcance, hagámoslas con TODO NUESTRO CORAZÓN y las terceras, dejémoslas en manos de quién en definitiva es el que sabe con total seguridad qué es lo mejor para nosotros: Dios.
El día será distinto. Podremos valorar más el esfuerzo y alegrarnos por haber hecho algo; podremos reconocer que pese a todo, somos capaces de poner nuestra propia cuota personal para llevar adelante y con éxito parte de la flota. Porque el barco va a llegar, tal vez no al puerto que esperábamos, pero va a llegar; puede ser que más tarde, pero va a llegar; posiblemente con algunos tripulantes menos, pero va a llegar. Y lo va a hacer al lugar, en el tiempo y con los tripulantes que tenga previstos el único y absoluto capitán de nuestras vidas; el Señor del tiempo, de la naturaleza, de los vientos y los puertos: Dios, nuestro Padre Misericordioso que siempre vela por nosotros y nos da siempre lo que nos hace falta, aunque a veces no sea lo que nosotros queremos.
No tratemos de parar el viento. Aferrémonos al timón y de paso, mientras dure la tormenta, cantemos con alegría para alegrar el viaje.

 

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Publicado el: Viernes, 28 de Noviembre de 2003 13:20:27 -0600