Recuerdo los cartelitos colgados en las paredes de los bares españoles,
allá por los años cincuenta del pasado siglo, que decían: Prohibido
blasfemar bajo multa de cien pesetas. ¡Cómo cambian los tiempos!.
Recuerdo aquellos cartelitos colgados en las paredes
de los bares españoles, allá por los años cincuenta y
siguientes del pasado siglo, que decían: Prohibido
blasfemar bajo multa de cien pesetas. ¡Cómo cambian los
tiempos!. Un cartelito como aquel, ahora, y en cualquier
bar, se convertiría en una blasfemia contra el bar. Por
eso han desaparecido los carteles, quienes obligaban a
colgarlos y las pesetas para cancelar la multa. Pero las
blasfemias no. Y en algunos países se penan con mucho más
rigor que dinero, aunque la parte económica también ande
de por medio, como veremos.
Por ejemplo, en Pakistán donde la ley de Blasfemia
castiga con la pena de muerte ?a todo cualquiera que, con
palabra, dichos o escritos o con representaciones visuales
o con cualquier otro medio, directa o indirectamente,
ofenda al sagrado profeta Mahoma?. Con una ley así resulta
difícil escaparse al capricho detectivesco de quien quiera
ponerla en práctica.
Dicen que una blasfemia es un insulto dirigido
contra Dios o los santos. Por supuesto, tal definición se
aplica a todos los dioses ya a todos los santos, quiero
decir, a todos los representantes de cuanta religión se
precie. Y es que eso de andar insultando a divinidades y a
sus allegados es muy feo y suena muy mal. Porque, claro,
hay que distinguir entre el taco, la expresión grosera y
la blasfemia. La blasfemia suena a palabra mayor.
En Pakistán le han aplicado la ley a Ayub Masih y
está a punto de quedarse sin la vida. En realidad no
sabemos de qué tenor es la blasfemia que pronunció, pero a
juzgar por lo que se dice, el hombre profirió la palabra
en el contexto de ?una disputa por la propiedad de la
tierra?, y claro, en contextos así el significado de las
palabras cambian. Mucho me sospecho que la intención del
blasfemo no fue insultar al sagrado profeta Mahoma sino a
quién él consideraba que le estaba robando la tierra.
La denuncia no se hizo esperar, y ahí tenemos a Ayub
aguardando la ejecución de la sentencia si no lo remedian
las presiones internacionales, que ya están en marcha, o
el presidente Pakistaní, quien puede otorgarle clemencia.
Realmente no sé quién es más blasfemo, si Masih por
dejar que la lengua se le soltara o el acusador, quien
aprovechó el incidente para privarle de la tierra. Porque
apelar a la dignidad del nombre de los dioses y los santos
para sacar provecho mercantil es una vulgar grosería.